Vaya por delante que no soy seguidor de Enrique Iglesias. Sí conozco algunas de sus canciones y, bueno, ni me van ni me vienen demasiado pero, en cualquier caso, acudí al único concierto que el “cantante” daba en 2017 en España, en los Campos de Sport del Sardinero de Santander.
Añadiré también que soy de los que en su día escucharon aquellas grabaciones salidas a la luz pública en las que Enrique Iglesias cantaba algunos de sus propios temas a base de auténticos berridos de cabra. Además, ya había oído a algún tertuliano de televisión decir que, como cantante, “era lo que era,” y hasta el comentario de su hermano Julio José (el de “Me encanta la velocidad”) en que decía -eso sí, cariñosamente- que su hermano era un “sinvergüenza”.
Con todo esto quiero señalar que al ir a su concierto en Santander ya “sabía a lo que iba”, pero no puedo dejar de hacer algunos comentarios y reflexiones al respecto.
Lo primero es que Enrique Iglesias va acompañado en sus actuaciones de un equipo de cantantes, músicos y técnicos de primer nivel y que le permiten convertir el evento en un gran espectáculo de sonido, luces, pantallas y hasta pirotecnia. Lo segundo es dejar constancia de que Enrique Iglesias no sabe cantar o que, si sabe, directamente, no canta: en sus canciones no termina las pocas frases que empieza, no consigue hilvanar en un todo coherente la letra; no llega a las partes altas y, con toda tranquilidad, pasa habitualmente el micrófono al público durante gran parte de la canción mientras “su voz” la ponen los cantantes profesionales que lo acompañan, o bien va incluida en los pregrabados (muchas canciones sonaban como si estuviesen poniendo un disco).
Y mientras esto sucede, Enrique Iglesias se dedica únicamente a poner caras de chulito-panoli con la boca entreabierta, a dar carreras por el escenario, a chocar las manos con músicos y público y -en lo que aparenta ser casi una experiencia religiosa- a hacer auténticos “cristos” con los brazos extendidos.
Evidentemente, todo ello no pasó desapercibido para una parte del público, que ya, al poco de iniciado el concierto, pronunciaba la palabra “tongo” y, algo después, un “manos arriba, que esto es un atraco” salía de las mismas gradas. Lógico, porque, como digo, mucha gente esperaba verle cantar -bien o mal, pero cantar-, y el supuesto artista no cantaba prácticamente nada.
En el concierto, Enrique Iglesias tardó en saludar, habló poco (aunque, para lo que dijo, casi que mejor), y, tras aproximadamente una hora y media de actuación, se fue sin despedirse. Ni bises, ni puñetas.
Su salida del escenario -mientras se ponían azules las pantallas y sonaba el What a wonderful world, de Louis Armstrong- fue interpretado por el público como el inicio de un descanso, y se esperaba que Enrique Iglesias y los suyos volvieran a salir para algunos temas más…; pero eso nunca sucedió. Tras varios minutos, y viendo que los técnicos empezaban a desmontar el escenario, la gente se fue percatando de que el espectáculo no iba a continuar, y fue entonces cuando la mayor parte del estadio comenzó a corear el ya mencionado “manos arriba, que esto es un atraco”. Supongo que el hijo de Julio escucharía las protestas desde su camerino, pero ya no volvió a hacer acto de presencia.
Al parecer, en el repertorio de la noche estaba incluida una canción más, una que, como digo, no se llegó a tocar. Pero, en todo caso, creo que es más que razonable, y más si las entradas son caras, que el público exija en los conciertos de los “artistas” reconocidos, al menos, un par de horas de actuación, y que los artistas se despidan como corresponde. Había allí unos 25.000 espectadores venidos, incluso, desde lejos para ver al “cantante” en el único concierto que daba en España.
La cara alucinada de una señora francesa sentada entre el público cerca de mí, y que había venido desde su país para ver el concierto, resumía el sentir de muchos. La mujer, extrañada, me preguntaba si se había acabado ya y, tras confirmarle que así era, señaló que lo que le parecía peor de todo es que ni siquiera se hubiese despedido. No podía dejar de comparar el evento con un concierto de Madonna al que había asistido y del que decía que había durado tres horas. Esta francesa había pagado 250 euros por las entradas de Enrique Iglesias.
A la salida del estadio pude comprobar cómo esa sensación de desazón o hasta de extrañeza por lo ocurrido era compartida por muchos, y había, incluso, hasta quienes se quejaban amargamente.
Conclusión: Enrique Iglesias no sabe, no quiere, no puede -o las tres cosas al tiempo- cantar. Es, en realidad, una marca registrada que ha tenido la fortuna de poderse rodear de unos profesionales (asesores, productores, técnicos, músicos…) de primera categoría, y son ellos los que hacen realmente todo el trabajo, porque él, básicamente, sólo pone “la cara”. Eso sí: la fórmula le ha hecho multimillonario. Pero él, en lo musical, vale bien poco. Es un puro humo que engancha a muchos y que con frecuencia toma la forma de la canción del verano.
P. D.: Algunos de los comentarios que pueden leerse hoy en Internet a raíz de la noticia del concierto no tienen desperdicio.
A mí me sorprende que algunos se sorprendieran de que no sepa cantar. Que el colega lleva ya sus buenos 20 años haciendo «el mico» y cualquiera sabe ya de qué pie cojea. Lo sé hasta yo que no creo que haya escuchado 2 canciones enteras del tipo este. Lo que no es de recibo es que, encima que sales a hacer el paripé y cantas menos que un troll afónico, es que te pires a la hora y pico sin ni siquiera despedirte. Eso es lo que me parece de traca. Porque el que se haya despertado ahora y se de cuenta que no canta ni debajo de la ducha… ha tenido dos décadas para saberlo.
Yo pensé que cantaba poco y como un cabra borracha que se está despeñando, pero que cantaba algo. Y en el concierto vi que era un incapaz.